Hace un tiempo comencé a introducir en mi
texto para directo una premisa sobre un tren en el que se encontraban las
mentes más destacadas de la historia de la humanidad. Un tren en el que
viajarían insignes figuras de la ciencia,
las artes, la religión y otros ámbitos. Tantos personas vivas como
muertas viajarían en tales vagones, sin especificar si se trata de un tren que
está en el limbo, en el cielo, en el infierno o en alguna otra realidad
paralela. Un tren loco, loco.
Esta premisa me servía para introducir una situación
incómoda entre Marilyn Monroe, Albert Einstein, Stephen Hawking, y un cisne que
andaba suelto por el tren. Según contaba, el animal habría sido introducido en
el vehículo para averiguar qué pasaría, en la línea de “Se ha caído un árbol en
medio del bosque, pero no había nadie alrededor para oírlo. Cómo ha sonado?”, o
“Qué fue antes, el huevo o la gallina?”. Lo sentarían al lado de Stephen
Hawking, y enfrente de Marilyn Monroe (que, según afirmaba el abajo firmante, también,
al igual que el cisne, habría sido empujada hacia el habitáculo sólo para ver
qué pasaría) y de Einstein, de forma que estuviesen el cisne y Hawking frente a
Monroe y Einstein, en un asiento cuádruple.
Falta de conversación. Silencio incómodo
que los dos científicos pueden sobrellevar, pero no así Marylin, que decide
entablar conversación con Einstein haciéndole una pregunta que suele atribuirse
a una anécdota sucedida entre una mujer anónima y el escritor George Bernard
Shaw.
Y hasta aquí la premisa que terminaba con
un punch-line que no desvelaré aquí (hay que verlo en directo). Pero
algún tiempo después se me ocurrieron más formas de continuar con aquella
premisa tan loca del Tren de las Mentes Brillantes, aunque nunca llegué a
probar ninguna de las ideas en directo, ni creo que lo haga. No me lo pide el
cuerpo. Pero sí me pide el cuerpo hablar de ello en mi blog. Ahí va:
En el cuarto de las escobas están
castigadas las mentes que decidieron poner fin a sus vidas con una escopeta:
Kurt Cobain y Ernest Hemingway . En dicho compartimento hay espacio para una
persona más, y Kurt está ilusionado, pensando que quizás aparezca Virginia
Woolf y ocupe ese sitio. El tío se siente solo. Pero Hemingway le dice que no,
que Woolf se suicidó llenando sus bolsillos de piedras y metiéndose en un río.
Cobain sale con la loca idea de que fue así sólo porque no tenía una escopeta.
“¿Qué es eso de meterse piedras en los bolsillos y tirarse al río? Eso es muy
raro, Ernie (el nivel de confianza que coge con Hemingway es grande. Están un cuarto muy pequeño. Es normal, ¿no? ). Lo hizo así
porque no tenía una escopeta”. Continúan la conversación en un tono amistoso o
semi-amistoso, hasta que la cosa se empieza a encender por parte del Rey del
Grunge, que cada vez está más “Smells like teen spirit”, mientas que Hemingway
lo calma con su aurea tranquila, muy “El Viejo y el Mar”.
Encima del tren, en la parte
de delante, está Napoleón, agarrado al metal. Está encima del techo del tren. Está fatal el hombre. Así parece que lo él pilota el vehíchulo con las manos. Le
gusta ese tipo de poder. Es muy suyo el hombre.
Pitágoras, por azar o por pura crueldad
del destino, se ha sentado junto a Freud. El matemático griego lo ve todo en
clave numérica, mientras que el padre del psicoanálisis no puede evitar filtrar
cualquier imagen que percibe a través de su prisma sexual. Es por esto que
Pitágoras observa en silencio la “V” del logotipo de AVE impreso en la cabecera
del asiento que tiene delante. Le gustaría comentarle a Sigmund que esa “V” le
recuerda al número cinco (el tío es de la Antigua Grecia: sigue con los número
romanos en la cabeza) , pero lo evita para no tener que escuchar a Freud
soltarle un “por el culo te la hinco”. Así es Freud, y Pitágoras lo sabe. Es un
pesado con el tema fálico.
En la cafetería del tren se ha juntado un
grupo de gente de lo más curioso. La Generación del 27 ha coincidido con El
Club de los 27, y de forma casual han entablado conversación. Amy Winehouse le comenta a
García Lorca que alguna vez ha leído algunos de sus poemas, y que le parecen
muy bonitos. Rafael Alberti se interesa
por Kurt Cobain. “¿Dónde está el chico ése de las
camisetas de Freddy Krueger? Sí, ya sabéis, el que lleva greñas y canta que parece que se le va la pinza un
poco”. Janis Joplin y Jim Morrison ponen cara de circunstancias. “Kurt está
castigado” suena demasiado cutre.
Fuera, en la estación, hay
alguien a quien no han dejado entrar en el tren. Se trata de Lady Di. La pobre
no lo ha conseguido. Cuando estaban todos entrando y el revisor le esputó un
“Tú no” que casi tiró su autoestima por el acantilado, ella logró mantener la
cabeza bien alta. Se acercó con disimulo a Gandhi y, dándole pequeños tironcitos en la túnica, le pidió “Porfa, porfa”
que consiguiese que le dejasen subir al tren. Gandhi le contestó con un gestito
de los suyos, con leve sonrisa y manos alzadas palmas arriba a la altura de la
cara, de los de “Amo a todos los seres”, pero con el que en este caso quería
decir “No puedo hacer nada por ti, querida”. Y allí se quedó La Princesa del
Pueblo. Sola. Esperando al próximo tren. El de consolación, cuyo maquinista es
Michael Jackson. “No pasa nada”, se dice a sí misma. “Michael Jackson tampoco
está tan mal”.
Pues no, supongo que no. No está tan mal. Y hasta
aquí esta premisa estirada.
Sed felices.
O no.