martes, 6 de noviembre de 2012

La imperecedera historia de Drogenkopf (Cabeza de Droga). Parte II. Capítulo I.


Cabeza de Droga se dedicó a navegar sin cesar para olvidar a su amado, el Pequeño Cerdito Hucha. A navegar sin rumbo, sin destino, hacia el horizonte, con el único objetivo de borrar de su memoria el desagradable episodio de la funesta pedida de mano que había condenado al joven a ser devorado por sepias.  

Al séptimo día del séptimo mes del séptimo año de estar navegando por aguas turbulentas, Cabeza de Droga sintió una punzada extraña en una parte del cerebro que ni siquiera sabía que tenía. Un presentimiento le hizo virar durante siete segundos y seguir en ese ritmo durante unos días, sin pestañear, sin dormir, sin comer ni beber. Y al séptimo día, descansó. 

Se despertó por la mañana, con los primeros rayos del alba penetrando su mundo. Había neblina, una neblina espesa, como de algodón de azúcar, pero de mal rollo. Una neblina de algodón de azúcar demoníaco, como cocinado en el infierno. Pero con sabor, con glamour, como hecho por Ferrán Adrià. Pero un Ferrán Adrià del infierno. Como el demonio. Un demonio calvo y pedante. 

Tambaleándose a causa del oleaje, Hans fue hasta la proa de su navío. Al llegar a su destino, se dispuso a dar rienda suelta a su micción, agarrando su miembro y sacándolo fuera de su pantalón. Pero algo terrible ocurrió. La neblina de Ferrán Adrià se abrió y dio paso a una figura fantasmal que se acercó a Cabeza de Droga hasta que casi le acarició el aliento. 

-¿Qui… qui… quién es usted? – Alcanzó a balbucear Drogenkopf, muy asustado, a lo que el fantasma contestó sin titubear:

-Cállate, que te voy a agarrar el prepucio. 

En un súbito momento, la misteriosa ánima agarró el miembro viril de Cabeza de Droga, y la oscuridad de la noche engulló a nuestro protagonista entre gritos de horror y angustiosos llantos por la pérdida de su apéndice favorito. 

Siete años pasaron. Siete años más, con sus días, sus noches, sus amaneceres, sus atardeceres, sus siestas, sus madrugadas, y sus cambios de hora de “a las dos serán las tres” y “a las tres serán las dos” cada dos por tres y cada tres por dos. Siete años en los que nadie supo nada de Drogenkopf. Literalmente, se lo tragó la noche. 

Y al séptimo día del séptimo mes del séptimo año, exactamente siete mil años antes de que se inventara el 7Up, en medio del mar, de la nada, comenzó a dibujarse una figura robusta, barbuda, con algo de chepa, que fue subiendo y subiendo hasta dar con la superficie, explotando en un maremágnum de espuma de mar y homosexualidad estilo siglo XIII. 

Cabeza de Droga estaba de vuelta. Regresaba al puerto que le vio marchar catorce años atrás, cuanto era tan sólo un quinceañero imberbe. Despacio, fue caminando sobre las aguas, rumbo a su taberna favorita del puerto, para disfrutar del mejor ron de la comarca. Lo añoraba. Lo añoraba profundamente. 

“¡Eh, mirad, es Jesucristo! ¡Ha vuelto!”, exclamaban algunos. “¡No es Jesucristo, es otra cosa! ¡Tiene chepa!”, gritaban otros."¡Jesucristo con chepa!¡Necesitaremos crucifijos nuevos!", gritó el más avispado. “Es… es… Cabeza de Droga”, afirmó finalmente un marinero asustado, al darse cuenta de quién se aproximaba hacia ellos. 

Pero Cabeza de Droga no reparó en nadie. Pisó tierra y fue caminando sin titubear lo más mínimo hacia la taberna. Entró, se sentó y pidió una botella de ron al tabernero.

Tres botellas de ron después, Cabeza de Droga comenzó a sentirse algo mejor, pero la profunda pena que amarraba su corazón a los negros abismos de la soledad seguía latente. Traía consigo un secreto que no quería revelar a nadie. 

“Oye, Cabeza de Droga”- le dijo el tabernero - “tienes pinta de traer contigo un secreto que no quieres revelar a nadie”. 

Antes de que el hombre tuviese oportunidad de cerrar la boca al terminar de decir esa frase, Cabeza de Droga le metió el puño hasta la campanilla y le reventó la cabeza contra la pared. La barra se llenó de sesos. Sesos de camarero. Sesos gratis. "¡Barra libre de sesos!", exclamó el que afirmaba que se necesitarían crucifijos nuevos. En todos los puertos hay alguien así. Un visionario que vocifera. 

Entonces, un muchacho de tan sólo (¿´?) trece años de edad se acercó hasta el lobo de mar. Lo miró a los ojos y aproximó su mano derecha al bolsillo de su pantalón. Cabeza de Droga no sabía qué podría querer el chaval. Era muy joven, y aparentaba menos edad de la que tenía. Parecía tierno, pero Cabeza de Droga no quería excitarse. Excitarse le recordaba al Pequeño Cerdito Hucha, y eso significaba dolor. Mucho dolor. Además, ya no tenía miembro viril, y excitarse podría ser raro. Estaba maldito. Y todo por culpa del Ferrán Adrià de la neblina. 

El querubín sacó de su bolsillo una libreta pequeña y se la ofreció a Drogenkopf. Éste la abrió y comenzó a hojearla. Estaba llena de autógrafos. Autógrafos de leyendas de los mares. 

-"¿Qué le parece, señor?" - dijo al fin el pequeño. 

-"Mmmm... no sé. Estoy hojeándola" - contestó el insigne marinero, intentando aparentar apatía. 

-"Pero... ¿hojeándola con hache, o sin hache?" - inquirió el joven. 

-"Pues... no sé. En el caso de los libros o similares, eso da igual, ¿no? Cuando se hojea, se ojea, y viceversa. Pienso yo". 

Hans no estaba muy seguro de sus palabras, pero esto no importó al fan de los sicarios de espuma de mar. Al joven le pareció muy atractivo el ver a uno de sus héores divagar sobre la dicotomía hojear-ojear que a él tanto le había interesado desde siempre. 

-"Pero, entonces... ¿quieres que te firme un autógrafo?" - preguntó al chiquillo. 

- "Sí, claro" - contestó éste, muy ilusionado - "Me brillan las pupilas sólo de pensarlo" - y las pupilas comenzaron a brillarle. 

Cabeza de Droga esgrimió entonces un borrón con su nombre en una de las páginas de la libreta del chico, y se dispuso a mostrárselo. 

-"Ah, bueno... vale..." - dijo el joven al verlo. Se notaba claramente decepcionado. 

-"¿Qué pasa, muchacho? ¿No te gusta mi firma?" - quiso saber Hans. 

-"Bueno, sí... pero yo esperaba una dedicatoria" - contestó. 

-"De acuerdo, pero necesitaré saber tu nombre entonces" - quiso saber Grücher. 

-"Me llamo Ulrich, señor. Pero puede llamarme Uli"- conestó el fanático fan. 

"Uli". El nombre retumbaba en la mente de Cabeza de Droga sin cesar. Uli era el nombre del Pequeño Cerdito Hucha...

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